El club de los poetas muertos

Quiero que encuentren su propio camino

Dead Poets Society de KLEINBAUM, N.H.

Rosa dejó el libro sobre la mesa y se levantó. Sus articulaciones protestaron. «¡Estos huesos no me dan descanso!» El peor momento era por la mañana cuando se levantaba de la cama parecía una vieja que tuviera cien años, después ya iba doliendo menos. 

Cogió el papel de un rojo intenso con hojas de plata que había comprado para envolver su regalo. 

«¡Precioso! Será el marco perfecto».

Acarició el libro. «¡Cuántos recuerdos le traía!» Recordaba la emoción cuando lo había comprado y un instante después llegó la punzada de la decepción inmensa. «Sí, pasaban los años pero no se olvidaba».

«¡Narciso!»

Él creyó en ella. Insistió tanto que ella pensó que era posible. «¡Gracias a Dios!» Nunca se quejó si al llegar la cena estaba a medias o si la casa no lucía tan impecable como antes. Apostó por ella y por su sueño. Siempre había querido tener una carrera universitaria. Estudiar no le suponía un esfuerzo, para ella era un placer y estaba tan feliz pero todo se había ido al carajo cuando al acabar sus estudios quiso encontrar un trabajo. 

«¿Por qué la animó si no quería que trabajara?» 

Nunca hubiera imaginado que necesitara «seguir siendo el machito de la familia. ¡Él se bastaba para traer el dinero a casa». El chaval ya iba al colegio y a ella se le caía la casa encima. Esa vez no cedió. Le ocultó que preparaba las oposiciones. Consiguió su plaza de maestra. Y se cargó su matrimonio. En aquel momento no lo sabía pero hoy sabiendo, volvería a hacer lo mismo.

Con los dedos doloridos por la artritis envolvió el regalo mientras seguía recordando. 
«Por aquel entonces llegó la Mari del pueblo. Se sintió tan identificada con aquella chica asustada que aterrizaba en la capital y que como ella años antes quería prosperar en la ciudad. La tía había llamado a su madre y su madre a ella para que la acogiera. ¡Por supuesto que la ayudaría! Lo que ni una ni otra esperaban era que la Mari buscara abrirse camino con su propio marido.

¡El Narciso y la Mari!

Le costó creerlo aunque era evidente que estaban juntos. Los echó a ambos. 
Aún se ve llorando en el zaguán esperando que el Juanito no se diera cuenta».

No fue fácil pero tenía su trabajo y a su niño. A partir de ese momento su vida se convirtió en una pelea constante. Narciso se obcecó. Se volvió puro odio. «Ni contigo ni sin ti» era su lema. Mintió y regateó cada peseta que ella necesitaba para criar al hijo de ambos. Consiguió un acuerdo de separación que él incumplió después de hacer creer al juez que su sueldo era ruinoso. «Ni compensatoria ni alimentos, se olvidó que su hijo lo necesitaba e incluso que tenía un hijo». 

Y la decepción, año tras año, en las fiestas de fin de curso. Primero en el colegio, más tarde en el instituto y al final en la graduación. Juan dejó de preguntar por «papá». ¡Ella no! Siguió insistiendo para que hiciera de padre. Lo intentó todo. 

«Al Narciso y a la Mari» los descartaron de su vocabulario. No volvieron al pueblo. No hablaron con el resto de familia que allí habían dejado. No los mentaron pero seguían existiendo. 

Ella consiguió con mucho esfuerzo que Juan no se privara de nada. Trabajó y gastó cada céntimo en ofrecerle la mejor educación posible, que tuviera opciones, que no renunciara a nada.

Ni se sorprendió ni se opuso cuando Juan le dijo que iba a ir al pueblo a ver a su padre.

—¿Lo entiendes mamá? No quiero hacerte daño.

Lo abrazó. «No, no le dolía. Sabía que Juan quería verlo y esperaba que Narciso, por fin, hiciera lo que debería haber hecho siempre, ¡Ser padre!».

Juan voló al pueblo. Narciso hacía años que vivía retirado allí con «la Mari», le contó que estaba muy enfermo. Hablaron mucho en esos tres días, rehicieron puentes que nunca debieron haberse roto. Todas las emociones se dieron cita en aquel encuentro. Superaron desconfianzas y miedos, aprendieron a tocarse, a mirarse e incluso a abrazarse.

Cuando Juan volvió, Rosa supo que había desaparecido el muchacho que siempre fue y un nuevo hombre, más maduro, más sereno y muy consciente de sus responsabilidades era el que tenía delante. Se sintió muy orgullosa de su hijo.

Meses más tarde Juan regresó al pueblo para el entierro de Narciso. Habían mantenido el contacto telefónico e incluso se habían visto un par de veces más. Si era bueno para el chico, era bueno para Rosa. Acompañó a su padre en el tanatorio y luego en el cementerio, al que volvió más tarde para estar con él a solas. 

Al día siguiente tenían cita en la notaría de la capital. Narciso se lo dejó todo a la Mari.

Rosa mantuvo la compostura cuando Juan se lo comentó.

—Mamá no yo no quería nada de él. Nunca necesité nada de él. Fue un desgraciado y lo sabía. ¡Yo te tengo a ti!

Abrazó a su hijo conteniendo la emoción. Más tarde sola en casa, lloró porque aquel malnacido ni siquiera entonces había tenido un gesto para su hijo pero él se lo había perdido.

Y de aquello habían pasado ya años. Se le nublaron los ojos de la emoción, con un suspiro acabó de envolver el libro: El club de los poetas muertos. Esperaba que se convirtiera en algo tan especial para otros como siempre lo sería para ella.

...

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