No
pude evitar sentir pena y una enorme decepción por la cobardía de Gustavo. Se
me acumulaban las preguntas.
Recordaba
a Julián y el desprecio que me provocaba. Me asqueaba su manera de mirar casi desnudándote
y la voracidad y rabia que intuías llevaba dentro.
Me
levanté acercándome a la cocina, cogí mi móvil y por un momento pensé en llamar a Gustavo pero lo descarte, estaba demasiado cabreada con él y no quería arrepentirme de mis palabras. Cogí las llaves
del coche y conduje durante más de media hora.
La casona era la cabaña en el monte que tenía
Gustavo, una vieja cabaña herencia de sus padres a la que en alguna ocasión
habíamos ido con los de la asociación. No había nada demasiado cerca, el pueblo
más cercano estaba a diez minutos. Yo no era miedosa pero no le había dicho a nadie que me acercaba hasta allí, así que a toda prisa
escribí un mensaje a mi amiga Mariola.
Estoy en la casona de Gustavo. Luego te cuento.
Enviar
el mensaje me tranquilizó. ¡Ay mamá, cada vez nos parecemos más! Bajé del coche y me acerqué hasta la puerta de
madera. Me costó un rato encontrar la maceta en la que
guardaba la llave. Estaba sudando antes de entrar aunque ya no sé si era por el
esfuerzo o de preocupación.