Primero fueron las pequeñas grietas, la alertaron que era necesario prestar
más atención.
El tiempo todo lo desgasta. Era imprescindible estar más pendiente,
cuidar y mimar. Fueron indicios que la pusieron en alerta, algo pasaba. Era animosa y se dispuso a seguir.
“Seguro que no será nada”. Calma
chicha como decían los
marineros.
Poco después, ya identificaba temblores. Primero difíciles de admitir,
después sin ninguna duda. La estructura se tambaleaba, de forma muy clara. Imposible
negar las evidencias. Aún confiaba en que sus cimientos fueran sólidos y
pudieran aguantar aquel vendaval que se acercaba, se dijo que estaban
construidos con generosidad y amor.
“Seguro que aguantan”.
Ya era plenamente consciente de que se avecinaba algo muy serio. En todos
aquellos años no había habido nada igual, las señales eran incuestionables, la
asustaban. A pesar de obstinarse en negar, todo estaba muy desgastado por el
uso y por el descuido. Los roces, ahora se convertían en heridas. Todo rebotaba
una y otra vez sin control. Subía de intensidad.
Dolía. Callaba.
Era difícil obviar tantas señales. Disimulaba, aunque lo peor era el
silencio. Nada ni nadie hacía ningún ruido. Se había instalado un silencio
opresivo que todo lo engullía. Se dio cuenta que hasta ella misma parecía
caminar de puntillas, como si el bullicio
fuera a ser el culpable de precipitarlo todo. Movimientos cautelosos y lentos.
Era escalofriante, el miedo ya se le había instalado en el cuerpo.
Sentía angustia y mucha tristeza.
Ya no podía poner más contrafuertes en
las ventanas ni apuntalar más vigas ni reparar más hendiduras. Se desconchaban
las paredes y todo había adquirido un aire decrépito y decadente.
“Y venía y todo se acercaba”.