Amigos

Margarita cerró el libro. Le temblaban las manos. Lo apartó a un lado igual que los otros tres que había encontrado. No quería volver a verlos.

Cogió el teléfono y buscó su nombre.

—Hola Margarita. ¡Qué sorpresa! ¿Cómo estás?

Escuchar la voz de ella le hizo cerrar los ojos y todo volvió de nuevo.

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Eva vio que iba con retraso y no soportaba hacer esperar a Miguel aunque él siempre le decía que tenía todo el tiempo del mundo pero justo eso era lo que no tenía. Sacó el móvil y le envió un mensaje.

Llego en diez minutos.

No te preocupes. No iré a ningún sitio. 

Eva sonrió mientras imaginaba a su amigo sentado en su butaca favorita del café de los azules, la música suave que permitía conversaciones, el olor de sus aromáticas bebidas y los cuadros que lucían las paredes y que Miguel le ayudaba a disfrutar ,hacían que aquella cafetería se hubiera convertido en su lugar de encuentro favorito.

Se conocían desde hacía más de quince años y él siempre había estado, especialmente en sus momentos más difíciles como con la muerte de su hermano y después con la de su padre. No había nada que Miguel no supiera de ella. También su decepción con Javier, su última relación que había resultado un fiasco.

Habían coincidido en la editorial en la que ella empezó a trabajar al acabar la carrera. Miguel llevaba toda su vida profesional en la empresa y ella era una niña ilusionada, congeniaron enseguida y la diferencia de años nunca supuso un obstáculo. Les gustaba trabajar juntos, él veía con satisfacción como ella crecía profesionalmente y la animó a buscar nuevas oportunidades fuera de allí. Siguieron viéndose con regularidad aunque no tanto como les gustaría. No siempre coincidían en horarios y sobre todo la mujer de Miguel no era muy amiga de esas citas.  

Eva recordaba cuando le contó que estaba enfermo. Acababan de detectarle el cáncer e iba a iniciar la quimioterapia en unos días. «Soy un hueso duro de roer» le dijo mientras la abrazaba. Eva al llegar a casa no pudo dejar de llorar en toda la noche. 

Así había conocido a Margarita. Algunas veces la quimioterapia lo dejaba tan agotado que no conseguía reunir los ánimos para salir de casa y entonces era ella la que se desplazaba, le llevaba un libro que leían juntos o unos bombones que luego comía Margarita. 

Poco a poco pareció remontar la enfermedad, dejó atrás el tratamiento, le creció el pelo y volvieron sus paseos y encuentros en el café. Otras veces Miguel se acercaba hasta su casa como cuando aprovechó para digitalizarle sus fotos y ordenarle su archivo que era un desastre. Era un gran profesor y ella muy buena alumna. Las horas les pasaban volando. La ayudó con el regalo que le hizo a su madre para sus setenta aniversario. Ese álbum con todas las fotografías de papá, Ricardo y ella y no pudo contarle las lágrimas de felicidad de su madre porque Miguel volvía a estar ingresado. 

«No voy a rendirme» le dijo cuando al fin se vieron «pero esta vez no sé si voy a conseguirlo». Ella se enfadó con él. Era el contrapunto de sabiduría y risas de su vida, su mejor amigo, la persona a la que más quería que no era de su familia. Ese hombre sonriente y prudente era lo mejor que le había pasado y ni podía ni quería pensar en perderlo. Empezó a sacar tiempo de dónde no tenía para verlo, en El café de los azules o en su casa cuando no podía desplazarse pero seguían encontrando el tiempo para leer juntos o admiraba su último dibujo aunque cada vez le costaba más sostener los pinceles. Le dieron la incapacidad permanente y aquello pareció hundirlo. Le costó días animarlo.

La última vez que estuvo hospitalizado fue Margarita la que contestó al móvil, agradeció su preocupación pero «su Miguel está demasiado débil para hablar por teléfono, le daré recuerdos de tu parte» y le colgó. Eva lloró amargamente. Estaba tan preocupada y Margarita apenas le había contado aunque tampoco quería hacerle mucho caso, Miguel siempre decía que ella lo veía todo negro.

Pensó en su amigo y en la insatisfacción que le producía esa relación tan desigual con su pareja pero «llevamos tantos años». Lo escuchaba desahogarse, se reían, se sentían bien juntos pero el tiempo se les agotaba. Miguel ya no tenía fuerzas para contestar a sus correos ni siquiera muchas veces se ponía cuando lo llamaba al móvil. Eva le enviaba mensajes de voz intentando que él notara las risas y dejaba las lágrimas para cuando colgaba.

Margarita la llamó para decirle que Miguel quería verla. Se puso su mejor sonrisa y el carísimo pañuelo que él le había regalado en su último cumpleaños y se presentó en casa de ellos.

Fue muy doloroso.

Miguel estaba en la cama. Su deterioro era tan evidente que era imposible no comentarlo y aunque él intentó hasta alguna broma nada podía ocultar lo que pasaba. Margarita entraba y salía de la habitación poniendo muy nervioso a Miguel que, de malos modos, le dijo que los dejara solos.

La miró fijamente como él la miraba.

—Se acabó, no tengo más fuerzas mi preciosa Eva. Ya no quiero seguir. Estoy muy cansado—levantó la mano para acallar su protesta—¡Shhhh mi niña! No digas nada. Por favor, acércame ese paquete que está sobre la repisa.

Eva se levantó a coger lo que él le indicaba, vio su nombre escrito con trazos temblorosos, con esa que era su letra ahora.

—Es para ti cariño pero no lo abras… Luego—. Miguel estaba cansado, su voz se perdía entre la respiración entrecortada, estiró la mano buscando el vaso de agua que ella le acercó. Sudaba y cerró los ojos. Eva sabía que tenía que irse pero no quería hacerlo. Le cogió una mano que apretó con cariño. El hombre abrió los ojos.

—Mi querida Eva, mi querida niña… Has sido…

Margarita escogió ese momento para entrar, apretó los labios disgustada y sin dudar se dirigió a Eva.

—Está cansado, tienes que marcharte.

Eva miró a su amigo y reprimió las lágrimas, no quería irse, apretaba su mano como si así lo pudiera retener.

—¡Eva!

Margarita no aflojaba su vigilancia y en su voz había mucha impaciencia. Eva se levantó.

—Miguel tengo que marcharme. Cuídate mucho, por favor, cuídate mucho…—Se inclinó a besarlo en las mejillas y le susurró—te quiero tanto. Tienes que hablarme de ese nuevo pintor que hay en los azules.

Él sonrió y sus ojos se llenaron de lágrimas, no pudo decir nada más.

—Venga Miguel tienes que descansar un poco. Eva vendrá otro día. Venga mujer, ¡sal ya! Necesita descansar.

Margarita la empujaba hacía la puerta, en el último momento Miguel y ella se miraron con intensidad y no hicieron falta las palabras.

Lo siguiente que supo fue que había fallecido, Margarita le envió un mensaje frío. Eva fue al tanatorio y rindió homenaje al amigo. Se mantuvo apartada de Margarita y de su hija. No lloró, él hubiera estado orgulloso de ella. Después de dar el pésame a la familia se alejó sintiendo un vacío enorme.

«Hasta siempre Miguel».

Y de eso habían pasado dos años. No supo nada más ni de Margarita ni su hija.

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—Hola Margarita, ¡Qué sorpresa! ¿Cómo estás?

Escuchó a la mujer hablándole de lo difícil que estaba siendo vivir sin Miguel, lo mucho que lo echaba de menos y le recordó a sus propios sentimientos.

—He encontrado los libros que le regalaste a Miguel. Quiero que te los lleves. No los quiero en mi casa—hizo una brevísima pausa—, sé que tenías un lío con él.

Eva pensó que no la había entendido.

—¿Cómo dices Margarita?

—No hace falta que disimules Eva, sé que tenías una aventura con mi marido. Lo he sabido siempre…

Eva la interrumpió enfadada.

—Margarita no sé a qué viene esto pero desde luego Miguel y yo no teníamos ningún lío. ¡Eso es mentira!

La voz de Margarita estaba llena de rabia.

—Sé cómo os mirabais y lo mucho que te quería…

—Esta conversación es absurda. No quiero esos libros. Se los regalé a él. Los tiras o los quemas o haz lo que te de la gana con ellos pero no vuelvas a llamarme para esto.

La voz aguda de Margarita seguía insistiendo.

—Voy a colgarte. Miguel y yo éramos amigos. A-M-I-G-O-S. No sé de dónde has podido sacar esa idea pero no quiero escucharte más. Desconozco lo que él sentía o dejaba de sentir, eso se lo tenías que haber preguntado a él. No vuelvas a llamarme para esto. ¡Adiós Margarita!

Eva colgó el teléfono. Le temblaban las manos y el corazón le palpitaba acelerado. Tenía ganas de llorar y de gritar. ¿Qué se creía esa mujer? ¿Cómo podía estar haciendo eso? Nerviosa iba de una habitación a otra de su piso. Estaba tan rabiosa. Hacía dos años que Miguel estaba muerto. Miguel no se merecía eso y ella tampoco. Esa mujer era tonta. Ellos se lo contaban todo, si él hubiera tenido una aventura se lo hubiera explicado. 

Se dirigió a la estantería y cogió el libro que él le regaló el último día. Lo acarició con delicadeza. Era una primera edición del libro favorito de ambos. Su tesoro más preciado. Lo habían leído tantas veces. Abrió la primera página y aunque se la sabía de memoria, leyó la dedicatoria. No podía ver las letras por las lágrimas. No pasaba un día sin que lo echara de menos.

«Mi querido Miguel».